Uno de los OOPARTs (Objetos ajenos a su
época) más recurrentes es con toda seguridad la conocida como máquina de
Antikythera, en recuerdo del lugar en el que fue hallado a principios
del siglo XX, la isla de Antikythera, situada entre la peninsula del Peloponeso
y la isla de Creta. Ciertamente un objeto real (puede verse actualmente en el
Museo de Arqueologia de Atenas), totalmente inexplicable si tenemos en cuenta
los conocimientos y la técnologia necesarios para su fabricación, totalmente
imposibles para su tiempo (el año 86 aC). Un analisis en profundidad del mismo
nos pone tras la “pista egipcia” de su origen.
LOS HECHOS
Antikythera es una pequeña isla situada en el Mar
Egeo, entre la península del Peloponeso y Creta, y no muy lejos de la isla de
Santorín. En esa zona del Mediterráneo oriental, hace más de un siglo, en el mes
de marzo del año 1900, unos pescadores de esponjas griegos de la isla
de Syme, hallaron los restos de un naufragio que debió de
haberse producido muchos siglos atrás. Anforas, objetos de marmol y… lo que
parecían los restos de un objeto mecánico, algunos de cuyos componentes
recordaban las ruedas dentadas. Se iniciaba así la historia de lo que algunos
investigadores han calificado como el primer gran descubrimiento en el campo de
la arqueología submarina.
Por la zona en que se encontró -exactamente a 35º 52’ 30 “ de
latitud Norte y 23º 18’ 35” longitud Este, a 40 metros de profundidad- el
hallazgo se produjo casi por casualidad, ya que las rutas marítimas que
utilizaban los pescadores pasaba cerca de las costas de
Citeres, algo más al norte. Fue un breve temporal lo que desvió
a los pescadores hasta la bahía de Pinakakia, en
Antikythera. El capitán, Demetrio Condos
decidió entonces buscar refugio en el puerto de Potamos, al
norte de Antikythera, protegido por el cabo
Glyphalda, en donde halló aguas relativamente tranquilas.
Durante varios días estuvo la embarcación amarrada a ese puerto pues la
tempestad no amainaba. Para tener ocupada a su tripulación, el capitán decidió
que sus buzos se sumergieran en busca de esponjas, en una zona cercana al cabo
Glyphalda, en la citada bahía de Pinankakia.
Fue en esta zona en donde Elías Stadiatis, uno de los buzos que
integraban la tripulación, quizás el más veterano de ellos, descubrió los restos
de un naufragio: restos de un barco antiguo, estatuas, ánforas etc. No pudiendo
creer lo que le contaba ese hombre, fue el propio capitán el que, colocándose el
traje y la escafandra decidió sumergirse para confirmar el hallazgo. A los pocos
minutos, subía de nuevo a la superficie llevando lo que parecía una mano de
metal. En efecto, había encontrado los restos del naufragio de una antigua
galera romana, que llevaría hundida casi dos mil años.
Antes de dar parte de su hallazgo a las autoridades,
Condos y sus hombres, sacaron del mar todo lo que pudieron para
posteriormente venderlo en el mercado negro de antigüedades muy floreciente en
la zona . Posteriormente Demetrio Condos, de común acuerdo con
los hermanos Lyndiakos, propietarios de la embarcación,
decidieron dar parte de su hallazgo. Intervino la marina griega que durante
nueve meses (desde finales de noviembre de 1900 hasta septiembre de 1901)
realizó los trabajos de recuperación de los restos del navío hundido y cuantas
antigüedades pudieron ser halladas, quedaron depositadas en el Museo
Nacional de Atenas. La zona no volvería a ser explorada hasta 1953
cuando Jacques Cousteau se interesó por el asunto.
No fue hasta una año después de haber finalizado los trabajos
de recuperación cuando, el 17 de mayo de 1902, un arqueólogo del Museo
Nacional de Atenas, Valerio Stais, dedicado a la tarea
de clasificar los restos del naufragio, entre los que se consideraban los restos
de una estatua que habían sido apartados para intentar su posterior
reconstrucción, descubrió una pieza de bronce corroído por el óxido y que hasta
entonces se hallaba recubierto por una sustancia calcárea que, al partirse en
dos, dejó al descubierto lo que parecía un engranaje que recordaba una pieza de
relojería. Parecía un complejo mecanismo cuyo uso no alcanzaba averiguar.
Sorprendido, decidió observar en detalle el raro objeto y pudo comprobar la
existencia de unas señales que parecían signos zodiacales. Por otro lado, las
inscripciones mejor conservadas correspondían a un parapegma o calendario muy
parecidos al de Geminos de Rodas, del año 77 aC. Quedaba pues
claro que estaba ante los restos de algún mecanismo cuya finalidad era el
cálculo del tiempo. En otras palabras: un reloj mecánico.
En principio la pieza estaba totalmente fuera de tiempo pues el
naufragio del que procedía se produjo en el año 83 aC y en esa época no existía
algo parecido a un moderno reloj o a algún tipo de calculador astronómico. En
efecto, la civilización grecoromana de la época empleaba, según todos los
historiadores, el reloj de arena o el cuadrante solar. Desde luego, nunca se
había tenido noticia de maquinaria de tipo alguno que emplease ruedas dentadas
para la medición del tiempo. Y no había error en cuanto a la datación de los
restos del naufragio: hacia el siglo I AC. Posteriormente, el epigrafista
B.D. Merrit que examinó las extrañas piezas, dictaminó que la
forma de las letras que figuraban en las mismas correspondían sin duda a esa
época.
Stais decidió comunicar su hallazgo y el mismo
fue tomado con escepticismo, cuando no con burla por la comunidad académica. La
evidencia histórica acumulada demostraba sin lugar a dudas que no era posible la
existencia de un mecanismo como ese hace dos mil años. Así pues, la única
explicación posible era que, de alguna forma desconocida, un reloj mucho más
moderno hubiera sido arrojado al mar en fechas más recientes yendo a caer entre
los restos del naufragio. Esa y no otra debía ser la explicación al extraño
hallazgo.
Durante cincuenta años, como ocurre con demasiada frecuencia,
el objeto quedó abandonado en los sótanos del Museo Nacional de
Atenas.
UNA MAQUINA COMPLEJA
No fue hasta 1951 cuando Dereck De Solla
Price, profesor de Historia de la Ciencia de la Universidad de
Yale, se interesó de nuevo por el tema y viajó hasta Atenas en donde
pudo reiniciar los estudios sobre el extraño artefacto. De Solla
Price, con la ayuda del epigrafista griego Jorge
Stamires, revisó una serie de piezas, algunas de la cuales habían sido
cuidadosamente limpiadas por los técnicos del museo y bien conservadas, lo que
facilitaba su estudio, pero otras, sin embargo estaban en un estado penoso. En
1959 el resultado de estas investigaciones fue publicado en la revista
Scientific American en un artículo titulado “An
Ancient Greek computer” y en el mismo quedaba claro que la
máquina de Antikythera era una verdadera calculadora. Quizás a
lo que más se parecía aquel aparato era a una especie de reloj astronómico dado
que moviendo las ruedas dentadas se puede obtener información acerca a las fases
de la Luna y la posición del Sol y los planetas. De Solla
descubrió no menos de treinta engranajes distintos.
El aparato originariamente tendría unas dimensiones de
32x16x8 cm, con dos cuadrantes, uno delante y otro detrás. En la parte delantera
se podían observar dos círculos, uno fijo en el que se hallaban grabados los
signos del zodiaco y otro móvil que vendría a representar los meses del año. Una
aguja indicaba la posición del Sol. Otra aguja indicaba unas letras grabadas
sobre una placa que indicaban la salida y la puesta de las constelaciones y de
las estrellas más visibles de nuestro firmamento. Un gran eje que atraviesa el
aparato sostiene una gran rueda dentada que, asimismo, da movimiento a otros
engranajes más pequeños.
Así pues, el mecanismo de Antikythera es un
conjunto de engranajes perfectamente diferenciados y calibrados, configurados
para producir posiciones solares y lunares en la sincronización con el año civil
o administrativo. Rotando un eje que sobresalía de la caja de madera, ahora
desintegrada, en la que se hallaba contenido, se podía conocer las progresiones
de los meses lunares y sinódicos y se podía predecir el movimiento de cuerpos
celestes sin importar el calendario utilizado por el gobierno local.
De Solla llegó a la conclusión de que el reloj
había sido puesto en hora por última vez en el año 86 AC, lo que se desprende de
la posición relativa de los cuadrantes solares. Así pues, es lógico concluir que
la máquina habría sido construida aproximadamente en esa fecha. Es curioso
porque, como señalan algunos autores, ese año fue especialmente interesante
desde un punto de vista astronómico: hubo una conjunción en Géminis de Mercurio
con Venus, otra de Venus y Júpiter y una de Júpiter y Saturno, estas dos últimas
en Cáncer, otra del Sol y Mercurio y una de Venus y Marte.
En 1971, el Dr. Karakaos, con el apoyo de
la comisión griega para la energía atómica y siguiendo las recomendaciones que
en su día hiciera el profesor De Solla, procedió a radiografiar
los diversos fragmentos con el fin de apreciar mejor su forma y diseño. Gracias
a este trabajo se pudo ver como los engranajes se habían conservado en buen
estado. En el ámbito de esta nueva investigación, salieron a la luz nuevos
fragmentos que no habían sido considerados inicialmente. Uno de ellos resultó
ser de vital importancia ya que la radiografía del mismo demostró que tenía 63
dientes y gracias al cual se ha podido reconstruir el resto de los
engranajes.
Y si sorprendente es el diseño y el uso que puede darse a ese
complejo calculador astronómico, no menos sorprendente es la técnica empleada en
su construcción. La máquina fue troquelada en una sola y única pieza de bronce
de unos dos milímetros de espesor. Todos los dientes de las ruedas están
modelados en un ángulo de 60º, haciendo posible que las diversas ruedas se
acoplen unas a otras. Además, la máquina en cuestión fue reparada en no menos de
dos ocasiones, incluyendo la soldadura de uno de los dientes, que habría sido
sustituido por otro. Lo realmente impresionante es que para construir unas
piezas dentadas de tal exactitud parece necesaria la intervención de máquinas y
herramientas de alta precisión.
A esto hay que añadir que nadie sabe a ciencia cierta dónde y
en qué momento se inventaron los engranajes. Los registros más antiguos de
posibles diseños proceden de China, Turquía y Grecia. Sin embargo, son
referencias literarias y mitológicas que inducen al experto a pensar que en
determinadas máquinas de guerra se empleó algún tipo de engranaje, aunque
tampoco hay que descartar el uso de poleas, con lo que se obtendría el mismo
fin. La situación se complica si tenemos en cuenta que posiblemente los primeros
engranajes fueron construidos de madera, con lo que el paso del tiempo habría
borrado todo rastro de los mismos. En definitiva, que una cosa son suposiciones
razonables acerca de la existencia de esos engranajes, deducidos de crónicas más
o menos rigurosas, y otra muy distintas, el haber encontrado restos
arqueológicos de tales piezas. Así pues, podemos afirmar que la máquina de
Antikythera, con sus 32 engranajes arreglados en un complejo
tren diferencial, es con toda probabilidad el mecanismo complejo más antiguo
del que se tiene noticias.
El antecedente más próximo de este mecanismo seria el
astrolabio, que era un instrumento utilizado para medir la posición de los
astros. Estaba formado por un círculo, dividido en grados con un brazo móvil
montado en el centro de tal forma que cuando el punto cero del círculo se
orienta con el horizonte, la altura de cualquier objeto celeste se puede medir
observando el brazo.
El primer astrónomo que utilizó el astrolabio fue el griego
Hiparco de Nicea, si bien el origen de este invento hay que
buscarlo en la antigua Alejandria y eso nos pondría sobre la
“pista egipcia” de la máquina de Antikythera, pista que, como
veremos más adelante, se repite. Este tipo de mecanismos desaparecieron de la
historia sin dejar rastro y no sería hasta el siglo XVI, poco antes de que se
inventara el telescopio, que el astrónomo danés Tycho Brahe
construiría nuevamente un astrolabio de tres metros de radio. Hasta ser
sustituidos por los sextantes, en el siglo XVIII, los astrolabios fueron los
instrumentos fundamentales que utilizaron los navegantes.
Como afirmó De Solla Price en 1959 en el
artículo de Scientific American antes citado
“Es alarmante saber que poco antes del ocaso de la civilización helena, los griegos se habían acercado tanto a nuestra civilización no sólo en cuanto al pensamiento, sino también en lo que a tecnología se refiere”.
Para construir una máquina de las características de la de
Antykithera cuya finalidad clara era la medición de ciclos
astronómicos es necesario tener unos sólidos conocimientos de astronomía,
geometría y matemáticas. En efecto, dicha máquina se basa en relaciones fijas de
días (ciclos) que vienen representadas por las relaciones de los dientes del
engranaje. Lo primero que hay que hacer es conocer el número de ciclos
necesarios para obtener un número exacto de días. Así por ejemplo, un ciclo de
un año viene representado con 365 días. Es esa relación días-ciclo trasladada al
engranaje de una máquina al que nos referimos. Y eso no es una tarea fácil. Así,
por ejemplo el año trópico que consta de 365,2422 días solares precisa de
1.826.211 días (5000 años trópicos) para tener una cifra exacta de días. El año
sideral, que consta de 365,2564 días precisa de 913.141 días (2.500 años).
Los griegos empleaban un calendario basado en el llamado Ciclo
de Meton en el que 19 años trópicos (6.939,602 días) correspondían a 235 meses
lunares que a su vez son 6.939,688 días, cuya diferencia es de tan sólo 2 horas
de más (la diferencia entre las tres últimas cifras decimales, representan esas
dos horas). Como puede verse, ninguno de esos dos ciclos representa un número
exacto de días, lo que indica que los griegos todavía tenían un largo camino por
recorrer en el terreno de la Astronomía y las Matemáticas.
Los
egipcios, por su parte, solucionaron el problema de manera sencilla. El año
sotiaco que empleaban constaba de 365,2507 días y lo cierto es que se trata de
un ciclo ideal para la construcción de calculadores astronómicos pues con tan
solo 4 de estos años (ciclos) conseguimos un número exacto de días: 1.461. Pese
a la aparente complejidad basada en los ciclos de la Luna el Sol y Sirio, lo
cierto es que nos conduce a un resultado más simple y, sobre todo, más
“manejable” a la hora de realizar cálculos astronómicos.
Estos 1.461 días representan 49,474 meses lunares sinídicos.
Para conseguir un número exacto de días, meses y años simultáneamente,
precisaríamos de un ciclo 19 veces mayor y con ello obtendríamos 27.759 días,
940 meses lunares y 76 años sotiacos: las tres, tres cifras exactas. Este
“superciclo sotiaco” es, precisamente, en el que se basa la máquina de
Antikythera lo que de forma irremediable nos obliga a
relacionar su origen con los conocimientos de los antiguos egipcios. Una
sorpresa más.
En definitiva, estamos ante una máquina de gran complejidad
cuyo fin debía ser el cálculo astronómico y que había requerido de grandes
conocimientos astronómicos, matemáticos y técnicos para su construcción y
correcto funcionamiento, conocimientos que, en principio, los historiadores
vienen negando a la ciencia de aquella época.
INQUIETANTES CONCLUSIONES
Llegados a este punto, la pregunta que se hace el investigador
es doble :
1.- ¿Tenían los antiguos griegos conocimientos científicos
suficientes para diseñar una máquina compleja como ésta? La respuesta es SÍ.
Parece ser que las bases del conocimiento científico de la época, pese a que en
tiempos posteriores se viviera un notable retroceso que llegaría hasta el
Renacimiento, permitirían el diseño de una máquina como ésta.
2.- ¿Tenían los antiguos griegos el desarrollo tecnológico
necesario para la construcción de la máquina de Antikythera?
Ahí la respuesta ya no es tan contundente. En principio, y hasta donde nosotros
sabemos, hay que decir que NO tenían la tecnología suficiente para la
construcción de máquinas de tal complejidad, o, al menos, esa tecnología no
estaba al alcance de todos, ni siquiera del poder establecido. Sólo así se
explica que la tecnología necesaria para el desarrollo de máquinas tan complejas
como la que nos ocupa no fuera utilizado para fines militares, que es para lo
que la humanidad ha utilizado siempre los avances tecnológicos. O si se quiere
decir de otro modo, la tecnología sólo ha avanzado cuando se han visto en ella
aplicaciones militares más o menos directas.
Y pese a todo, la máquina se fabrico y sus restos están ahí.
¿Cómo es eso posible? Creemos que este hallazgo no hay que analizarlo como algo
aislado, sino en el contexto de otras anomalías o, como algunos investigadores
gustan de llamar, junto a otros “objetos ajenos a su época”.
Lo cierto es que la máquina de Antikythera,
pese a lo que pueda pensarse, no es un objeto aislado. Hay otros, en otros
lugares y en otras civilizaciones: como las llamada Bateria de
Bagdad (datada alrededor del 240 AC) o como la Lente de
Layard (sobre el 700 AC) o como las inexplicables perforaciones de
la Pirámide de Sahure en Abussir (Egipto) cuya
antigüedad se estima en unos 4300 años y que sólo pudieron realizarse mediante
el empleo de máquinas homologables con nuestros modernos taladros pero cuyas
puntas deberían tener una dureza imposible para la época…
Lo que si es cierto es que la máquina de
Antikythera existe y que no solamente alguien la fabricó, sino que
alguien tenía en el 83 AC conocimientos suficientes para usarla. La hipótesis
que puede plantearse a la vista de estos hechos es que nuestros antiguos
antepasados estaban en posesión de conocimientos y tecnologías, totalmente fuera
del contexto de la época. Que esos conocimientos estaban en manos de una
minoría, probablemente alguna casta de sacerdotes puesto que los restos
arqueológicos hallados son muy poco numerosos. Que esos conocimientos se
debieron transmitir de forma oral al no haberse hallado textos que hagan
referencia, expliquen o desarrollen esos conocimientos y que su acceso debió ser
muy minoritario, incluso vedado al poder político y militar dado que su
aplicación práctica no llegó a todos los estratos de la sociedad ni se empleó
con fines bélicos, al menos de forma generalizada.
Nos inclinamos a pensar que, posiblemente, ese conocimiento
fuera exógeno dado que no tiene lógica alguna que se tenga un conocimiento tan
avanzado en unos campos concreto de la ciencia (matemáticas, astronomía,
metalurgia etc.) y, en cambio, se siga en un estadio absolutamente primitivo en
otros ámbitos del conocimiento (química, medicina etc.). Por otro lado, hoy
sabemos que el avance de la ciencia precisa del trabajo en equipo y que ese
avance sólo es posible con un paralelo avance social y económico que permite
generar un excedente que libera a algunos individuos de esa sociedad del trabajo
productivo y les permite dedicarse al estudio y la investigación. Una vez ese
avance se ha producido es cuestión de tiempo que impregne a la sociedad que lo
ha hecho posible y que, en mayor o menor grado, se transforme en objetos
cotidianos, útiles para mejorar la producción de bienes, mejorar el nivel de
vida o aplicarlo a fines militares. Ninguna de esas circunstancias se dio en la
época en la que se incardina la máquina de Antikythera.
En esas circunstancias algunos investigadores han planteado la
hipótesis de que este conocimiento habría sido “heredado” y transmitido de forma
casi secreta entre unos pocos elegidos que estaban en posesión de un
conocimiento superior que les habría permitido el diseño y fabricación de
objetos como el que nos ocupa.
Conocimiento heredado, pero heredado ¿de quien? Esa es una
pregunta que hoy por hoy no tiene respuesta y sobre la que solamente se puede
especular : o bien aceptamos la hipótesis de una civilización seminal,
tecnológicamente muy avanzada, que existió en los albores de la historia y que
desapareció tras un cataclismo de proporciones gigantescas, cuyo eco nos ha
llegado a través de mitos y leyendas y cuyos conocimientos se transmitieron
entre unos pocos, conocedores del secreto, o bien aceptamos la presencia de
inteligencias no terrestres (en el sentido más amplio del término) que habrían
entrado en contacto con individuos seleccionados, a los que se les habría
aleccionado en conocimientos científicos y técnicos avanzados. Pero, claro está,
esto solo son especulaciones
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