INTRODUCCIÓN HISTÓRICA AL ESTUDIO DEL COMPORTAMIENTO
La humanidad siempre ha buscado explicar su comportamiento. Las religiones, como el cristianismo y sus diez mandamientos, u otros sistemas de creencias ético-morales como el budismo, han establecido paradigmas de comportamiento a lo largo de la historia. Sin embargo, estos sistemas de creencias pueden explicar rasgos del comportamiento de determinadas sociedades y en determinados contextos, tratando de evitar conductas que pongan en riesgo la integridad de la sociedad, pero no los comportamientos aislados de los individuos que la componen.
La tarea de explicar por qué nos comportamos de una determinada manera está íntimamente ligada al estudio de la mente. Y es que, como vaticinó Santiago Ramón y Cajal, las neuronas son las “mariposas del alma”. Hoy sabemos que de la intrincada maraña de 86.000 millones de neuronas que tenemos en el interior del cráneo surge de manera holística el comportamiento. Sin embargo, la fusión de mente-cerebro no siempre ha sido evidente.
Ya en el siglo XVII, René Descartes (1596-1650), un prominente pensador, matemático y físico, se planteó la dicotomía mente-cerebro (Descartes, 1637/2006). Suya es la célebre frase: “Pienso, luego existo”. Con esta frase Descartes pone de relieve que la única certeza que existe es que el sujeto pensante existe, pues de lo contrario no podría pensar. Sin embargo, existe una sutileza importante respecto a la filosofía de la teorización de la mente. Y es que, con esa frase Descartes pone en un plano superior el acto de pensar respecto al acto de existir. Poniendo así de la misma manera en un plano superior la mente (o el alma, como él lo denominaba) respecto al cerebro. Descartes, además, intentando desesperada y erróneamente demostrar la distinción mente-cerebro, confirma según sus estudios que mente y cerebro son en efecto entidades distintas, y que ambas se relacionan en una pequeña estructura en la profundidad del encéfalo llamada glándula pineal (López-Muñoz et al., 2012).
Posteriores a Descartes hubo dos pensadores con posturas opuestas que atacaron de manera más directa la intrincada problemática de la mente humana. El empirismo de John Locke (1632-1704) defendía la teoría de la tabula rasa, es decir, que todos los conocimientos se obtienen después del nacimiento, mediante la experiencia (Locke, 1690/2018). Por otro lado, el racionalismo de Immanuel Kant (1724-1804) postulaba que en el momento del nacimiento ya existen ciertos conocimientos, a los cuales los denominó conocimientos a priori (Kant, 1781/2005). Hoy sabemos que pese a que la mayoría de conocimientos se obtienen mediante la experiencia, y que así se va construyendo nuestra personalidad y comportamiento, existen esos conocimientos a priori kantianos que explican los comportamientos instintivos. Como los polluelos que siguen a su madre nada más salir del cascarón o el bebé humano recién nacido que succiona el pecho de su madre en busca de alimento (Tinbergen N, 1951/1991).
Dos siglos después, en 1859, se publica una de las obras más influyentes de la historia: El origen de las especies (Darwin C, 1859/2009). En ella, Charles Darwin (1809-1882) derroca la imagen antropocéntrica del humano como un ser casi divino, diseñado a semejanza de Dios, y explica que el Homo sapiens, al igual que el resto de las especies, ha evolucionado a partir de especies anteriores mediante la selección natural: los individuos más adaptados al medio tienen una probabilidad más alta de dejar descendencia.
Contemporáneo a Charles Darwin, un sacerdote nacido en Heinzendorf, Austria, llamado Gregor Mendel (1822-1884) dedicaba su vida a descifrar cómo las plantas y en concreto, los guisantes, transmitían sus caracteres a sus descendientes. Mendel matematizó cómo se sucedían generación tras generación los diversos tipos de caracteres y en qué proporción lo hacían (Mendel, 1866/2008). Pese a que el término no se inventa hasta 1905 por el biólogo inglés William Bateson, Mendel había creado una nueva disciplina: la genética. Sin embargo, el trabajo de Mendel no fue conocido hasta varios años después de su muerte. No es hasta principios del siglo XX que los trabajos de Mendel fueron redescubiertos y se hicieron conocidos mundialmente.
En los años 30 del siglo XX, tres autores, Ronald Fisher, J. B. S. Haldane y Sewall Green Wright, integran la teoría evolutiva de las especies de Charles Darwin junto con la teoría genética de la herencia de Gregor Mendel, la identificación del gen como elemento heredable, la mutación genética como fuente de variabilidad y evolución y la genética de poblaciones en lo que sería conocido como neodarwinismo o teoría sintética (Wright, 1984). Así, la evolución pasa a considerarse como los cambios de las frecuencias alélicas a través de las generaciones, fruto de la deriva genética, el flujo genético y la selección natural (Mayr, 1982).
Motoo Kimura (1924-1994) publica en 1983 The Neutral Theory of Molecular Evolution. En esta obra el científico japonés desarrolla su teoría neutralista de la evolución molecular, la cual establece que la deriva genética de mutantes neutros es la responsable de la mayoría de cambios evolutivos a nivel molecular. Así, Kimura establece que la deriva genética, y no la selección natural, es la principal fuerza de cambio de las frecuencias alélicas. Sin embargo, en palabras del propio Kimura: «La teoría no niega el papel de la selección natural en la determinación del curso de la evolución adaptativa» (Kimura, 1968; Kimura, 1983).
Así, las ideas de la selección natural de Darwin dieron lugar a una revolución científica que, al aunar distintas ramas de la ciencia, como la genética, la zoología, la paleontología, la citología, la sistemática o la botánica, y al centrar esfuerzos de una comunidad científica, ha permitido consagrar la teoría de la evolución como uno de los consorcios teóricos con más consenso entre la comunidad científica (Noble, 2011; Boero, 2015).
Al marco teórico que constituye la teoría sintética se fueron añadiendo conceptos y teorías para explicar sucesos o eventos específicos clave en la evolución. Un ejemplo paradigmático lo constituye Lynn Margulis (1938-2011), bióloga estadounidense que desarrolló la teoría endosimbionte, la cual concibe la generación de los primeros organismos eucariotas como la internalización de unos organismos unicelulares por otros sin su posterior degradación. Así, las mitocondrias de las células eucariotas serían seres procariotas independientes, viviendo en simbiosis con sus hospedadores. Así, concibe la primera teoría elaborada por la que se explica el origen de las células eucariotas. Cabe decir que, pese a que existen críticas y puntos que faltan por esclarecer, la teoría goza de aceptación entre la comunidad científica debido a la evidencia empírica. Por ejemplo, la mitocondria posee un genoma propio, siendo el único orgánulo celular que tiene tal privilegio. Además, el genoma mitocondrial tiene una arquitectura procariota, mientras que el genoma nuclear es eucariota. La misma teoría es aplicada a los cloroplastos en las células vegetales (Gray, 2017).
Por otro lado, las ideas de Lamarck parecen estar resurgiendo. Jean-Baptiste Lamarck (1744-1829) fue el predecesor más remarcable de Darwin, quien en el año del nacimiento de Darwin publicó Philosophie zoologique (Lamarck JB, 1809/2017), donde introdujo el transformismo: los organismos presentes descienden de otros organismos pasados, pero no son idénticos a ellos. Lamarck concibió una teoría de la evolución e ideó un mecanismo. Según Lamarck, las modificaciones originadas por el ambiente durante la vida del individuo pueden ser heredadas por sus descendientes. De esta manera, la descendencia de aquellas jirafas que en vida alarguen más su cuello, heredarán el incremento en la longitud del cuello conseguida por sus predecesores. Cuando August Weismann (1834-1914) propone la teoría del plasma germinal, postulando la separación de la línea germinal de la línea somática, la explicación Lamarckiana de los mecanismos evolutivos es rechazada: las modificaciones adquiridas en la línea somática no pueden ser transmitidas a la descendencia (Boero, 2015).
Sin embargo, recientes experimentos ponen en tela de juicio tales afirmaciones. Cuando a un ratón se le estimula con un determinado olor e inmediatamente después se le aplica una descarga eléctrica, el ratón asociará el estímulo odorífero (estímulo condicionado) a la descarga eléctrica (estímulo incondicionado). Tras una serie de intentos, el ratón muestra señales de terror cuando es estimulado con el olor, aun cuando no ha sido aplicada la descarga eléctrica. Esto es, la respuesta ha sido condicionada. Lo más interesante es que si a la descendencia de ese ratón se le aplica el mismo estímulo odorífero, en ausencia de la descarga eléctrica, muestra las mismas señales de terror. Es más, tal resultado se repite de nuevo en la segunda generación. Por tanto, una determinada experiencia se ha transmitido a la siguiente generación, modulando su comportamiento. Este tipo de evidencias muestran una naturaleza en cierto sentido Lamarckiana, y que puede ser explicada mediante la epigenética: modificaciones en el ADN que modulan su expresión sin modificar su secuencia (Szyf, 2014; Dias et al., 2015).
Las repercusiones filosóficas de El origen de las especies y de la teoría de la evolución fueron enormes en cuanto al origen evolutivo del ser humano. Pero en cuanto a lo que nos atañe en el presente artículo, surge una nueva idea: el cerebro, y por tanto la mente humana, tiene un origen evolutivo, al igual que el resto de órganos y estructuras del cuerpo. Entonces, igual que compartimos órganos, glándulas y tejidos con otros animales, ¿compartimos también emociones y comportamientos? De ser así se podría recurrir a animales modelo, más simples que el humano, para investigar los procesos mentales superiores (Barrett et al., 2007).
En el siglo XIX el estudio científico del comportamiento empieza con una rama de la psicología: el conductismo, representado por Iván Pavlov (1849-1936), fisiólogo ruso ganador del premio Nobel de Fisiología o Medicina en 1909 y el psicólogo estadounidense Edward Thorndike (1874-1949). Los conductistas afirmaban que al estudiar de forma experimental el comportamiento de animales y humanos podrían deducirse reglas y leyes, y así generar una teoría científica del comportamiento. El conductismo, además, afirma que el comportamiento surge como respuesta a los estímulos ambientales, modulado por la experiencia previa del individuo.
Por otro lado, Sigmund Freud (1856-1939), a partir de las ideas de Josef Breuer, había desarrollado el psicoanálisis, y con ello, una nueva teoría de la mente. Una idea genial de Freud fue que el comportamiento humano, pese a que parece en un nivel consciente deliberado y racional, está totalmente subyugado al inconsciente (Freud, 1899/2001). El psicoanálisis, pese a tener una teoría de la mente desarrollada y que, mediante la psicoterapia, obtuviese en ciertos casos resultados satisfactorios a nivel clínico, no utilizaba ningún tipo de experimentación objetiva para obtener resultados. La construcción teórica del psicoanálisis se basaba en la opinión de los psicoanalistas al interpretar las declaraciones de los pacientes, eliminando la posibilidad de un estudio objetivo. Los psicoanalistas criticaban de los conductistas que, a nivel experimental, dos sujetos podrían presentar un mismo comportamiento, pero que las razones de ese comportamiento podrían ser totalmente distintas en ambos sujetos, siendo esa “vida mental” el campo de estudio psicoanalítico. No obstante, variantes más modernas del conductismo sí incluyen la experiencia subjetiva como objeto de estudio (Kandel, 2019).
Más adelante, algunos psicoanalistas norteamericanos rechazaron el enfoque de Freud, criticando el excesivo énfasis en la angustia y el desarrollo patológico de la personalidad, y empezaron a analizar el comportamiento de los niños normales de manera experimental, tendiendo así un puente entre psicoanálisis y psicología cognitiva, generando una primera corriente psicoanalítica empírica (Kandel, 2019).
Es común en las ciencias biológicas investigar las funciones de determinados elementos o sistemas observando qué efecto se produce en el individuo al dañar o eliminar el objeto a estudio. De esta manera, la función de los genes en distintas especies se fue averiguando mediante mutaciones puntuales que suprimían la función del gen objetivo. Observando el fenotipo (todo aquello medible y observable en un individuo) del sujeto se infería la función del gen. Por ejemplo, si al dañar un gen en un embrión de mosca el adulto no tiene los ojos desarrollados, se infiere que el gen está involucrado en el desarrollo y formación del ojo. Esta idea llamada “genética inversa” puede ser aplicada también al cerebro humano para intentar investigar la mente y el comportamiento (Bellen et al; 2010). De esta manera, si estudiamos el comportamiento de una persona con depresión, Alzheimer, trastorno bipolar o autismo, y estudiamos las diferencias cerebrales entre la persona sana y la enferma, podremos inferir en qué tipo de comportamientos se hallan involucrados los sistemas dañados en los enfermos (Kandel, 2019).
Sin embargo, hasta principios del siglo XIX las enfermedades mentales no se consideraban como tal, sino problemas morales, de autoestima, madurez o de otra índole, y por ello se estigmatizaba a los enfermos mentales y se les sometía a un trato inhumano, encerrándolos en celdas, privándoles de comida o atándoles a las paredes, pues se creía que los enfermos elegían su comportamiento aberrante, y se les castigaba por ello (Kandel, 2019).
Philippe Pinel (1745-1826) es considerado por algunos autores el padre de la psiquiatría. Este médico francés sembró una revolución al plantear que las enfermedades mentales tenían una base fisiológica y heredable. Además de iniciar el primer estudio sistemático de los enfermos mentales, propició condiciones decentes a los enfermos encerrados, mejorando considerablemente su calidad de vida (Postel, 1983).
Pasó un siglo hasta que se hiciera un nuevo avance. A principios del siglo XX la neurología de las enfermedades psiquiátricas se topó con un debate entre sus dos mayores representantes. Por un lado, Emil Kraepelin (1856–1926), psiquiatra alemán que ha sido considerado por numerosos autores como el fundador de la psiquiatría científica moderna, la psicofarmacología y la genética psiquiátrica, consideraba una base estrictamente genética para las enfermedades mentales. Mientras que Sigmund Freud, comúnmente considerado el creador de la disciplina psicoanalítica, consideraba que éstas se formaban a partir de la experiencia, en concreto, a raíz de traumas.
Franz Kallman (1897-1965), psiquiatra estadounidense de origen alemán, fue el primero que estudió el carácter hereditario de las enfermedades mentales mediante el estudio de gemelos idénticos en los años 1940 y 1950 (Kandel, 2019). Sin embargo, no es hasta 1977 que Folstein y Rutter publican su estudio (Folstein y Rutter, 1977), donde determinan por primera vez la heredabilidad del trastorno de espectro autista (TEA). El riesgo determinado de recurrencia fue tan solo del 26% en gemelos idénticos y el 0% en dicigóticos. Hoy día con el actual diagnóstico de TEA y muchos más estudios la concordancia en hermanos monocigóticos está en torno al 80% y en dicigóticos al 15% (Yoo H, 2015). Como en este caso, la heredabilidad de otros trastornos y enfermedades mentales ha crecido junto a la evidencia científica (Pettersson et al, 2019).
Los gemelos idénticos no tienen exactamente el mismo genoma. De hecho, ni siquiera todas las células de un mismo individuo tienen el mismo genoma, lo que se denomina mosaicismo (Ledford, 2019). Sin embargo, dos gemelos monocigóticos o idénticos son los dos individuos que más proporción de genoma comparten, por lo que las diferencias fenotípicas entre ambos se deben en su mayoría a cómo el ambiente ha influido en la expresión de los genes. Aunque los valores de heredabilidad han cambiado para algunas de estas enfermedades desde entonces, a partir de los estudios de Kallman, Folstein y Rutter, entre otros, se pudo contestar por primera vez a la disputa entre Freud y Kraepelin en cuanto a la heredabilidad de las enfermedades mentales.
La respuesta, es que las enfermedades se manifiestan a partir de una mezcla de factores genéticos y ambientales. Esto quiere decir que no hay un solo gen de la esquizofrenia o un gen del autismo. Las enfermedades neuropsiquiátricas, al igual que todos los comportamientos complejos, surgen de la acción de cientos o incluso miles de genes, todos ellos con ligeras variaciones que nos diferencian a unos humanos de otros, y estando siempre sometidos a la modulación que genera el ambiente. La modulación que ejerce el ambiente no hace sólo referencia a la cultura, entorno familiar u alimentación del individuo, sino a cambios mínimos a nivel molecular en el entorno uterino durante el desarrollo embrionario (Steinbeis et al., 2017).
Durante el embarazo, los factores ambientales, como, por ejemplo, el déficit nutricional, las infecciones o la exposición a toxinas o al estrés, interaccionan a veces con los genes y aumentan el riesgo de desarrollar ciertas enfermedades. Por ejemplo, si se dañan las vías dopaminérgicas del cerebro, o bien si se afecta a la migración de las interneuronas GABAérgicas, aumentará el riesgo de desarrollar esquizofrenia (Schmidt et al., 2015).
Otro ejemplo es cuando, durante el embarazo, la madre gestante no toma suficiente iodo en la dieta durante un periodo crítico. Aunque el gen se exprese de manera normal, la hormona tiroidea no podrá sintetizarse de forma activa, generando cretinismo en el recién nacido, una enfermedad que causa grave retraso mental entre otros síntomas (Salisbury, 2003).
Ahora bien, aunque se empezaba a estudiar el comportamiento desde la psicología, o bien la heredabilidad de las enfermedades psiquiátricas, no existía aún una ciencia que uniera el estudio del comportamiento con el estudio biológico del cerebro. Hermann Ebbinghaus (1850-1909) fue un filósofo y psicólogo alemán de mediados del siglo XIX. Influenciado por los trabajos del fisiólogo Ernst Weber y los físicos Gustav Fechner y Hermann von Helmholtz, popularizó la idea de que los procesos mentales de la percepción son enteramente accesibles a la ciencia y pueden ser objetivados y estudiados científicamente (Kandel, 2019).
De esta manera, es la primera vez que se plantea estudiar los procesos mentales desde una aproximación objetiva y experimental desde las ciencias básicas de la física y la química. A partir de esta concepción material y científica de la mente se deshecha el “Pienso, luego existo” de Descartes y se adopta un “Existo, luego pienso”. Ya que en primer lugar debe existir un cerebro funcionalmente activo que permita unos procesos mentales superiores suficientes como para plantearse la propia existencia.