La Trascendencia de los Principios y Valores Humanos en la Evolución del Ser y de la Sociedad
“Cuando el ser humano olvida sus valores,
deja de ser humano y se convierte solo en una
herramienta de su propia confusión.”
Harvey Rivadeneira Galiano
A lo largo de mi vida —en la observación, la reflexión y el diálogo con diversas culturas, saberes y corrientes espirituales y científicas— he llegado a una convicción profunda: los principios y valores humanos no son solo una necesidad social o educativa, sino una urgencia evolutiva. En un mundo donde el avance tecnológico supera cada día nuestra capacidad de comprensión ética, necesitamos más que nunca regresar a la raíz que nos hace verdaderamente humanos.
Como investigador y conferencista comprometido con el despertar de la conciencia, he dedicado décadas a explorar la conexión entre el saber filosófico, el pensamiento científico, la sabiduría espiritual y la vivencia cotidiana de los valores. Este camino me ha mostrado que los principios no envejecen, no caducan: son semillas eternas que debemos sembrar en el corazón de cada generación.
Hoy deseo compartir con ustedes, no solo una conferencia, sino una invitación: a reflexionar juntos sobre el alma de nuestra civilización, sobre aquello que da sentido a la libertad, que dignifica al conocimiento, que humaniza al poder, que embellece la existencia. Porque sin principios, el ser humano se extravía; pero con ellos, puede construir una vida plena, justa y luminosa.
Les invito, entonces, a recorrer este camino que une la ética con la ciencia, la razón con el corazón, y la palabra con el ejemplo. Caminemos juntos hacia un nuevo tiempo, donde el verdadero progreso sea medido no por cuánto tenemos, sino por cuánto amamos, respetamos, comprendemos y servimos.
Harvey Rivadeneira Galiano
Investigador y Conferencista
Noviembre/2024-Enero/2025
I. Introducción filosófica
Desde los albores del pensamiento humano, los filósofos han indagado en lo que hace al ser humano verdaderamente humano. Sócrates sostenía que “una vida sin examen no merece ser vivida”. En ese examen interior, encontramos la raíz de los principios (como convicciones profundas) y los valores (como guías de acción). Son estos los que estructuran nuestra conciencia, definen nuestra ética, y le dan sentido a nuestra existencia.
Los principios y valores no son simples normas sociales impuestas desde fuera; son emanaciones del alma racional y sensible que buscan armonía con el entorno, con los otros y con uno mismo.
Desde el origen mismo del pensamiento reflexivo, el ser humano ha buscado responder a una pregunta esencial: ¿cómo debemos vivir?. Esta interrogante ha atravesado milenios de sabiduría, desde los templos de Egipto y los Vedas de la India, hasta las ágoras de Grecia y las escuelas del pensamiento moderno. La respuesta ha sido, casi siempre, una llamada a vivir conforme a ciertos principios y valores que ennoblecen la existencia y la orientan hacia el bien común.
En el pensamiento clásico griego, los valores humanos eran considerados virtudes cardinales: la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza, las cuales permitían a la persona alcanzar la excelencia, o areté. Sócrates afirmaba que la virtud era conocimiento, y que nadie hace el mal deliberadamente, sino por ignorancia de lo bueno. De ahí que el cultivo de la razón y del alma fueran actos inseparables.
Platón, por su parte, enseñó que los principios rectores de la conducta deben buscar su fundamento en el mundo de las ideas eternas, donde la Justicia, el Bien y la Verdad existen como realidades absolutas. Y Aristóteles los acercó a la vida práctica: los valores son hábitos que se forjan en el ejercicio cotidiano del obrar correcto.
Avanzando en la historia, Kant afirmará que el ser humano es un fin en sí mismo y no un medio. Desde esa concepción ética, los principios se convierten en imperativos categóricosque no dependen de las circunstancias ni de los resultados, sino de la voluntad moral ilustrada por la razón.
No obstante, en la era contemporánea, el pensamiento se enfrenta a nuevos desafíos: el relativismo, el nihilismo y la indiferencia frente a los valores universales. Ante ello, filósofos como Emmanuel Levinas o Hans Jonas nos recuerdan que la ética no nace en abstracto, sino en el rostro del otro, en la responsabilidad hacia la vida que se nos presenta como un llamado ineludible.
En este marco, los principios y valores no son normas exteriores que restringen la libertad, sino expresiones de una libertad consciente que busca el bien. Son raíces profundas de la condición humana que, al ser vividas, configuran una existencia plena, coherente y luminosa.
No hay desarrollo espiritual, científico ni social posible sin un cimiento ético que sostenga las acciones. Una sociedad sin principios corre el riesgo de desintegrarse en la barbarie tecnológica o en el vacío existencial. Por ello, la filosofía tiene el deber de recordarnos que el ser humano no es solamente un homo sapiens, sino también un homo moralis, un ser ético que encuentra en el bien su verdadera realización.
II. Visión científica del valor humano
Desde la neurociencia, sabemos que el ser humano posee estructuras cerebrales como la corteza prefrontal y el sistema límbico que permiten el juicio moral, la empatía y la autorregulación. El valor de la cooperación, por ejemplo, se refleja en la activación de circuitos cerebrales que favorecen la supervivencia de la especie.
Asimismo, desde la biología evolutiva, los valores como la solidaridad o la justicia tienen raíces en el comportamiento tribal que permitió la construcción de sociedades complejas. La ciencia muestra que los principios no son simples abstracciones filosóficas, sino herramientas evolutivas fundamentales para la vida colectiva.
Desde la mirada de la ciencia contemporánea, el valor humano no es una abstracción filosófica ni una simple construcción cultural: es una manifestación concreta y mensurable de nuestra naturaleza bio-psico-social, forjada a través de millones de años de evolución y profundamente enraizada en el cerebro, en las emociones y en la cooperación social.
Investigaciones en neurociencia han demostrado que la capacidad humana de distinguir el bien del mal está relacionada con circuitos cerebrales específicos, como la corteza prefrontal ventromedial, el sistema límbico y la amígdala. Antonio Damasio, en sus estudios clínicos, mostró cómo personas con lesiones en estas áreas pueden perder el sentido del juicio moral, aun conservando la inteligencia lógica. Esto indica que los valores humanos tienen una base neurobiológica y que el juicio ético surge de una interacción entre razón y emoción.
La empatía, base de la compasión y la justicia, también tiene un correlato fisiológico: las neuronas espejo, descubiertas por Giacomo Rizzolatti, permiten al ser humano sentir como propio el dolor ajeno. Este hallazgo sugiere que la solidaridad y el altruismo no son simples enseñanzas culturales, sino capacidades inscritas en la estructura cerebral del ser humano.
Desde la biología evolutiva, el comportamiento ético tiene sentido adaptativo. Charles Darwin, en El origen del hombre, ya intuía que la moralidad es un producto de la selección natural. Los grupos humanos que desarrollaron cooperación, confianza y normas compartidas lograron mayor cohesión, supervivencia y reproducción. La evolución favoreció no solo la fuerza física, sino también la fuerza moral colectiva.
Estudios recientes en primates como los bonobos y chimpancés, realizados por Frans de Waal, han demostrado comportamientos de equidad, reconciliación, cooperación y justicia instintiva, lo cual refuerza la idea de que los principios humanos tienen raíces prehumanas, aunque su elaboración compleja es exclusivamente nuestra.
La psicología positiva, liderada por Martin Seligman y Jonathan Haidt, identifica valores universales que se presentan en todas las culturas, como el respeto, la generosidad, la gratitud, la honestidad y el perdón. Estos valores no solo mejoran las relaciones interpersonales, sino que aumentan la salud mental, reducen el estrés y contribuyen a una vida más larga y satisfactoria. Desde este enfoque, los valores no son normas impuestas, sino fuentes naturales de bienestar y plenitud humana.
Además, la psicología del desarrollo moral (Kohlberg, Piaget) demuestra que el pensamiento moral evoluciona con la edad y la experiencia, pasando de una ética basada en el miedo al castigo, hacia una ética de principios universales. Esto confirma que el valor humano puede cultivarse y expandirse, como parte de la educación emocional, ética y racional.
Desde la antropología, se observa que todas las culturas, a pesar de sus diferencias externas, comparten valores esenciales comunes, como el cuidado de los hijos, la condena a la traición, el respeto por los ancianos o la búsqueda de sentido en la existencia. La ciencia cultural nos permite comprender que los principios humanos no son meras invenciones arbitrarias, sino respuestas adaptativas compartidas que han permitido la construcción de civilizaciones.
La ciencia, en su avance multidisciplinario, nos revela que los valores humanos no son simples adornos éticos o dogmas culturales, sino estructuras esenciales para la supervivencia, la salud mental, la cohesión social y el desarrollo evolutivo de nuestra especie. Ignorarlos equivale a deshumanizarnos. Comprenderlos y cultivarlos, por el contrario, nos devuelve a la esencia misma de nuestra humanidad consciente y solidaria.
III. Entre la ética y la ciencia: el equilibrio
Cuando se integran la filosofía del deber con la observación empírica del comportamiento humano, se comprende que los principios no solo deben existir en el pensamiento, sino vivirse y expresarse. Vivimos una época donde el conocimiento avanza velozmente, pero si no está guiado por valores, puede volverse destructivo.
La ética aplicada a la ciencia evita el desarrollo de tecnologías inhumanas. De igual modo, la ciencia con corazón —es decir, con valores— permite que el conocimiento sea usado para el bien común. El progreso humano no puede medirse solo por lo técnico, sino también por la profundidad ética que sostiene nuestras acciones.
La historia del pensamiento humano ha estado marcada por dos grandes vertientes que, aunque a veces se han percibido como opuestas, son en realidad complementarias y necesarias: la ética y la ciencia. Una nos dice lo que debemos hacer; la otra, lo que podemos hacer. El desafío de la humanidad en el siglo XXI —y posiblemente de su supervivencia— es aprender a equilibrar ambas dimensiones.
La ética, en su sentido más profundo, no es una lista de prohibiciones, sino una brújula interna que orienta nuestras acciones hacia lo bueno, lo justo y lo digno. Es la ciencia del deber-ser, del valor de la vida, de la responsabilidad hacia uno mismo, hacia los demás y hacia el planeta.
El ser humano, a diferencia de otras especies, tiene conciencia de sus actos y libertad para elegir. Esa libertad sin principios se transforma en caos; pero con principios, se convierte en creatividad, compasión y progreso. La ética establece límites no para restringir, sino para proteger y potenciar lo esencialmente humano.
La ciencia, por su parte, es el instrumento más poderoso de comprensión y transformación del mundo. Nos ha permitido descifrar los misterios del cosmos, curar enfermedades, aumentar la calidad de vida, y expandir las fronteras del conocimiento. Pero la ciencia es una herramienta: no nos dice qué debemos hacer con lo que descubrimos.
En este sentido, el peligro no está en la ciencia, sino en su uso sin valores. Ejemplos dolorosos como la bomba atómica, la manipulación genética sin límites o la explotación tecnológica que destruye la naturaleza, nos muestran que el conocimiento sin conciencia puede conducir a la destrucción.
Hoy más que nunca, es imperativo un diálogo entre la ética y la ciencia, un punto de encuentro entre la verdad objetiva y la sabiduría moral. No se trata de que la ética limite la ciencia, ni que la ciencia ignore la ética, sino de que ambas caminen juntas hacia un futuro más humano, justo y sostenible.
Las decisiones científicas que afectan a millones de personas —en salud, tecnología, medio ambiente o inteligencia artificial— deben pasar por el filtro ético de la dignidad humana, la equidad, la responsabilidad y el bien común. Y a su vez, la ética necesita apoyarse en los datos, en la evidencia, en la realidad concreta para no volverse idealismo abstracto.
Una ciencia que no pregunte por las consecuencias humanas de sus hallazgos corre el riesgo de deshumanizar. Pero una ética que no se nutra del conocimiento se convierte en dogma. El equilibrio entre ambas se logra cuando la ciencia actúa con conciencia y la ética se informa con rigor científico.
Allí nace una nueva humanidad: aquella que cultiva su inteligencia sin perder su alma. Una humanidad que utiliza el conocimiento no solo para dominar, sino para servir, sanar y construir.
Por ello, el llamado de nuestro tiempo no es a elegir entre ciencia o valores, sino a integrarlos. Porque no basta con saber más, es necesario ser mejores. Y en ese encuentro entre el saber y el deber, entre el dato y el alma, se encuentra el verdadero progreso de la especie humana.
IV. Educación y cultivo de principios
Es responsabilidad de toda sociedad transmitir a sus nuevas generaciones los principios universales: verdad, justicia, respeto, responsabilidad, compasión, amor, y libertad con conciencia. Estos valores no son absolutos, pero sí son ejes estructurales para el equilibrio humano individual y social.
Fomentar el pensamiento crítico desde la ética permite construir una sociedad libre pero comprometida, diversa pero solidaria, avanzada pero compasiva.
En el tejido de toda civilización duradera, la educación ética ocupa un lugar central. Es ella la que transmite no solo conocimientos técnicos o habilidades prácticas, sino, sobre todo, los principios que orientan la vida humana con dignidad, justicia y sentido.
La verdadera educación no se limita a formar profesionales; su misión superior es formar personas completas: con pensamiento crítico, sensibilidad moral y conciencia global.
Desde el nacimiento, el ser humano es como una tierra fértil: en él pueden sembrarse semillas de bondad, empatía, respeto, gratitud, responsabilidad. Pero esas semillas no germinan por sí solas: necesitan un entorno adecuado, un cultivo constante y ejemplos vivos que las nutran.
El niño aprende no solo lo que se le dice, sino lo que ve, siente y experimenta. De ahí la importancia del ejemplo en la familia, en la escuela, en la comunidad. Como afirmaba Sócrates: “Educar no es llenar un vaso, sino encender una llama.”
La ciencia contemporánea ha confirmado que la formación ética puede modelar el cerebro. Según estudios en neuroeducación, la exposición repetida a actos de bondad, respeto o justicia activa áreas del cerebro relacionadas con la empatía y el juicio moral, reforzando conductas virtuosas.
Esto significa que los valores pueden aprenderse, practicarse y fortalecerse, del mismo modo que un músculo se entrena. Por tanto, la educación debe incluir prácticas cotidianas que ejerciten la conciencia moral: resolución de conflictos con diálogo, trabajo colaborativo, reflexión crítica sobre dilemas éticos y servicio comunitario.
Educar en principios no es imponer un código rígido de conducta, sino despertar en cada ser humano el sentido de lo correcto, cultivar la autonomía moral y fomentar la coherencia entre pensamiento, palabra y acción.
Es guiar a cada persona para que descubra que el respeto, la verdad, la compasión, la humildad y la responsabilidad no son normas externas, sino expresiones profundas de su propia humanidad.
Una educación con principios no teme a la diversidad de pensamiento; al contrario, la abraza, porque sabe que la ética verdadera nace del diálogo, del reconocimiento mutuo y de la comprensión profunda de nuestras diferencias y semejanzas.
Si bien cada cultura expresa los valores humanos con matices propios, existen principios universales compartidos por toda la humanidad: no hacer daño intencional, respetar la vida, buscar la equidad, proteger al débil, decir la verdad, ser agradecido. Estos principios son el lenguaje ético común de la humanidad.
La educación debe enseñar a reconocer estos valores como parte del patrimonio moral de la humanidad, al tiempo que se aprende a honrar las expresiones culturales particulares. Así, educar en principios es también educar para la paz, la justicia global y el entendimiento entre los pueblos.
La educación integral exige un equilibrio entre el corazón y la razón. No basta con saber lo que está bien; es necesario sentirlo, quererlo y actuarlo. Por ello, el cultivo de principios debe involucrar emociones, relatos de vida, experiencias significativas y momentos de reflexión profunda.
El filósofo Emmanuel Kant afirmaba que había dos cosas que lo llenaban de admiración: el cielo estrellado sobre él, y la ley moral dentro de sí. Educar es, en definitiva, conectar ambas dimensiones: lo cósmico y lo íntimo, lo universal y lo personal.
Una sociedad educada en principios es una sociedad con alma. No necesita tantas leyes porque tiene conciencia. No requiere vigilancia constante, porque vive desde la responsabilidad interior. La educación en valores es, por tanto, la semilla más poderosa del futuro. Y en tiempos de crisis moral, se convierte en el acto más revolucionario y transformador.
En un mundo convulso y tecnificado, los principios y valores humanos son más necesarios que nunca. No como una imposición externa, sino como una llama interior que guía nuestro actuar con lucidez, sensibilidad y visión de futuro. No se trata de vivir solo para el hoy, sino de construir un mañana con cimientos morales firmes.
“No heredamos la tierra de nuestros antepasados,
la tomamos prestada de nuestros hijos…
y solo los principios y valores humanos
podrán hacer digna esa herencia.”
Harvey Rivadeneira Galiano
Bibliografía Filosófica y Científica sobre Principios y Valores Humanos
Desde la Ciencia y la Psicología
1. Damasio, Antonio. El error de Descartes: La emoción, la razón y el cerebro humano.Editorial Crítica, 2005.
Estudia cómo las emociones y principios morales están ligados a procesos cerebrales.
2. Pinker, Steven. Los ángeles que llevamos dentro: El declive de la violencia y sus implicaciones. Editorial Paidós, 2011.
Aborda cómo los valores humanos han guiado la disminución de la violencia a lo largo de la historia.
3. Hauser, Marc. Moral Minds: How Nature Designed Our Universal Sense of Right and Wrong. Harper Collins, 2006.
Propone una teoría evolutiva del sentido moral humano.
4. Goleman, Daniel. Inteligencia emocional. Editorial Kairós, 1996.
Enlace entre emociones, valores y conducta ética en la vida cotidiana.
Desde la Filosofía y la Ética
5. Kant, Immanuel. Fundamentación de la metafísica de las costumbres. Akal, 1999.
Clásico de la ética racional: el deber moral como principio universal.
6. Aristóteles. Ética a Nicómaco. Gredos, 2000.
Trata sobre la virtud como hábito y los valores que perfeccionan al ser humano.
7. Levinas, Emmanuel. Totalidad e Infinito. Editorial Sígueme, 2002.
Defiende la ética como relación con el Otro, base de los principios humanos.
8. Morin, Edgar. Los siete saberes necesarios para la educación del futuro. UNESCO, 1999.
Plantea la necesidad de educar en ética, conciencia y valores humanos.
9. Bauman, Zygmunt. Ética posmoderna. Ediciones Paidós, 1993.
Explora cómo actuar éticamente en una sociedad líquida y cambiante.
Desde la Espiritualidad Humanista
10.Krishnamurti, Jiddu. La libertad primera y última. Editorial Kier, 1997.
Sobre la necesidad de una vida guiada por la conciencia y no por el miedo o la obediencia ciega.
11.Fromm, Erich. El arte de amar. Editorial Paidós, 1956.
Relaciona el valor del amor con la ética existencial del ser humano auténtico.
12.Víctor Frankl. El hombre en busca de sentido. Herder, 1946.
El valor del sentido y los principios como fuerza de supervivencia interior.
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