Dignidad
“La ética de la dignidad presupone, con su reconocimiento de los otros como actores posibles y necesarios, un progreso moral. Esta dignidad, hay que decirlo, solo puede aprehenderse desde la indignación”. \
FUENTE: Diccionario Latinoamericano de Bioética.
Reconocer la dignidad humana, es reconocer el valor intrínseco del ser humano y de su excelencia y por tanto el libre desarrollo de la personalidad.
La Constitución ecuatoriana, en el Art. 11, numeral 7, establece que el reconocimiento de los derechos y garantías constitucionales y los reconocidos en los instrumentos internacionales de derechos humanos, no excluirá los demás derechos derivados de la dignidad de las personas; “uno de los conceptos clave que ha de ser tenido en cuenta es el concepto de persona, concepto que, en el ámbito de los Derechos Humanos y, en particular en el campo de la Bioética y el Bioderecho, es inseparable del concepto de DIGNIDAD HUMANA”
Así mismo, la Constitución en referencia, en el Art. 84, indica que todo órgano con potestad normativa tiene la obligación de adecuar las leyes y normas jurídicas a los derechos previstos en la Constitución y los tratados internacionales y los que sean necesarios para garantizar la dignidad del ser humano o de las comunidades, pueblos y nacionalidades. “El reconocimiento de los derechos sociales del hombre implica prioritariamente reconocer la dignidad de la persona en el ámbito público, conforme a la dignidad social de la misma. Lo cual comporta aceptar lo que es realmente la persona, en su calidad de ser social, que propicia el reforzamiento del derecho fundamental de la vida”
Concepto de la conciencia moral, que expresa la noción del valor de la personalidad; categoría de la ética que refleja la actitud moral del individuo hacia sí mismo, y de la sociedad hacia él.
La conciencia de la dignidad propia es forma de autocontrol del individuo, en la que se asienta su exigencia a sí mismo; en este sentido, las exigencias que presenta la sociedad adoptan la forma de específicamente personales (proceder de modo que no humille la dignidad propia).
Así pues, la dignidad, lo mismo que la conciencia es un modo de comprensión por el hombre de su deber y responsabilidad ante la sociedad. La dignidad del individuo regula también la actitud hacia él por parte de quienes lo rodean y de la sociedad en su conjunto, incluyendo en si las exigencias de respeto a la personalidad, de reconocimiento de sus derechos. En ambos casos, la dignidad constituye un importante aspecto de la libertad social y moral del individuo.
La ética idealista busca la fuente de la dignidad en alguna esencia extrasocial (divina, natural, “propiamente humana”) de la personalidad y opone la dignidad del individuo a las leyes, requisitos y normas aceptados en la sociedad. La ética marxista considera la dignidad como relación socialmente condicionada e histórica, que surge por primera vez en el período de la descomposición del régimen de la comunidad primitiva, junto con el surgimiento de la personalidad, pero se manifiesta de modo contradictorio en la sociedad dividida en clases. Bajo el feudalismo, la dignidad toma forma, principalmente, de honor estamental, y bajo el capitalismo, también depende de la pertenencia de clase del individuo. Tan sólo al ser suprimida la desigualdad social, la dignidad se convierte en derecho verdaderamente igual de cada hombre, que, sin embargo, se afianza (y concientiza) realmente por él, en forma individual, en dependencia de su desarrollo social y moral y de su nivel de conciencia.
¿Qué es, pues, la dignidad?
Kant distinguió entre lo que tiene precio y lo que tiene dignidad. Tienen precio aquellas cosas que pueden ser sustituidas por algo equivalente, en tanto que aquello que trasciende todo precio y no admite nada equivalente, eso tiene dignidad. Solo el hombre posee con pleno derecho, incondicionalmente, esa cualidad de incanjeable, fin en sí mismo y nunca medio. Imaginemos una carretera pública en construcción cuyo trazado debe pasar por una finca privada: el Estado está facultado para expropiarla, pagando el justiprecio, porque el interés particular cede ante el superior interés general. La finca es expropiable, pero su propietario naturalmente no lo es, ni siquiera en nombre del bien común, por cuanto el interés particular cede ante el general; pero a su vez el general cede ante la dignidad individual, para la que no hay justiprecio posible.
Podría definirse la dignidad precisamente como aquello inexpropiable que hace al individuo resistente a todo, incluso al interés general y al bien común: el principio con el que nos oponemos a la razón de Estado, protegemos a las minorías frente a la tiranía de la mayoría y negamos al utilitarismo su ley de la felicidad del mayor número.
La dignidad hace al individuo resistente a todo, incluso al interés general y al bien común.
La dignidad es idea de larga genealogía intelectual, pero solo en la Ilustración se configura como propiedad inmanente de lo humano, sin más fundamento que la humanidad misma, a la luz del convencimiento, expresado por Tocqueville, de que ahora “nada sostiene ya al hombre por encima de sí mismo”. Somos los hombres quienes nos reconocemos unos a otros la dignidad; es decir, mutuamente nos concedemos por convención un valor incondicional… no sujeto a convenciones.
Con todo, el concepto ilustrado de dignidad experimenta una mutación extraordinaria en el siglo XX a consecuencia de su democratización. Porque en Kant la dignidad todavía conserva resabios aristocráticos al presentarla dependiente de nuestra racionalidad moral, que excluye en la práctica muchos casos, mientras que el concepto democrático obra una especie de universalización de esa distinción aristocrática a todo sujeto existente. Una aristocracia de masas.
La dignidad democrática se recibe por nacimiento y otorga a su titular derechos sin mérito moral alguno por su parte, válidos incluso aunque desmienta esa dignidad de origen con una odiosa indignidad de vida. Es irrenunciable, imprescriptible, inviolable, aquello que siendo inmerecido merece un respeto y coloca en cierto modo al resto de la humanidad en situación de deudora. Es única, universal, anónima y abstracta, por lo que prescinde de las determinaciones (cuna, sexo, patria, religión, cultura o raza) en las que se fundaban el surtido variado de las antiguas dignidades. Es, en fin, una dignidad cosmopolita, la misma por igual para todos los hombres y mujeres del planeta. Pues ahora nos parece una verdad evidente que nadie es más que nadie y que, como dijo Juan de Mairena, “por mucho que un hombre valga, nunca tendrá valor más alto que el de ser hombre”.
La felicidad como tal es una posibilidad que ha quedado clausurada para los contemporáneos
Aunque inviolable, la dignidad sigue siendo hoy violada mil veces cada día. La diferencia con otros tiempos estriba en que ahora, en este estadio democrático de la cultura, ya nadie puede hacerlo sin envilecerse. La repugnancia que nos inspiran los cotidianos atropellos nos despierta un sentimiento aún más vivo de nuestro propio valor. Y cuanto más seguros estamos de esa dignidad originaria, tanto más trágicamente tomamos conciencia de la mayor de las indignidades, la absoluta, esa que no es de naturaleza personal ni social, sino metafísica: la muerte. Qué paradójica condición la nuestra, dotada de dignidad de origen y abocada extrañamente a una indignidad de destino.
Cada uno de nosotros experimenta en carne propia la contradicción de un mundo que, con una mano, nos concede el gran premio de la dignidad individual, último y supremo estadio de la evolución de la vida; pero luego, con la otra, nos lo revoca reservándonos la misma indigna suerte que al resto de los seres menos evolucionados. El pobre como el rico, el ignorante como el sabio, el célebre como el anónimo, el afortunado tanto como el desventurado, todos igualmente agitados por este dramatismo universal de la doliente epopeya humana.
Demasiado conscientes de esta indignidad metafísica última, la felicidad como tal es una posibilidad que ha quedado clausurada para nosotros, los contemporáneos. Por encima de ser feliz está el ser individual. Siempre quedará a nuestro alcance, en cualquier circunstancia, por difícil que se presente, el obrar conforme a esa dignidad que ya hemos intuido y probado. Lo nuestro ya no es ser felices, sino ser dignos de ser felices, aunque de hecho no podamos serlo. Lo nuestro es dotar a nuestra vida individual de una forma insustituible, para que así nuestra muerte sea verdaderamente un atropello intolerable. Que resulte manifiesto para el mundo que nuestra muerte constituye una objetiva pérdida, una destrucción absurda y sin sentido, una visible injusticia.
La máxima que guiará nuestras vidas a partir de ahora será: “Compórtate de tal manera que tu muerte sea escandalosamente injusta”.
Javier Gomá Lanzón es filósofo y autor de Filosofía mundana.
Microensayos completos.
Parto para esta exposición de que lo moral es lo que se somete a un valor y que lo inmoral es lo que se opone o es indiferente a un valor.
Asimismo propongo como noción de los derechos humanos la siguiente: atributos inherentes a la dignidad humana, jurídicamente protegidos.
La dignidad humana es el concepto clave que entiendo corresponde tanto a los valores morales como a los derechos humanos.
La fuente común de los valores morales y de los derechos humanos es precisamente el enunciado de que la vida humana es valiosa y como tal debe ser respetada.
La protección de la vida humana parece un requisito indispensable de todo sistema de convivencia.
Se trata de algo que puede justificarse racional y empíricamente. Como se ha afirmado, el derecho a la vida y a la integridad y seguridad de la persona —tal como está garantizado y protegido por los instrumentos internaciona- les de derechos humanos— responde al hecho comprobable de que “en todas las sociedades conocidas la mayor parte de las personas prefiere vivir a no vivir y además desea un tipo de vida más rica y compleja que la que les daría la mera supervivencia física”.
También puede buscarse un fundamento filosófico no empírico de los derechos humanos. Sobre la idea de dignidad humana como fundamento de los derechos humanos, se puede partir de la distinción que efectúa Kant entre precio y dignidad, cuando afirma que en el reino de los fines todo tiene precio o tiene dignidad, lo que tiene precio es intercambiable, lo que tiene dignidad es insustituible.
Kant lo enuncia de la siguiente forma: “En el reino de los fines todo tiene un precio o una dignidad. Aquello que tiene precio puede ser sustituido por algo equivalente, en cambio, lo que se halla por encima de todo precio y, por tanto, no admite nada equivalente, eso tiene una dignidad”.
Detengámonos por un instante aquí. Por reino de los fines entiende Kant el enlace de distintos seres racionales por leyes comunes. El reino de los fines es un reino en el que, conforme a su conocida formulación, “cada ser humano debe tratarse a sí mismo y tratar a todos los demás nunca como un medio, sino siempre como un fin en sí mismo”.
Antes había enunciado el principio según el cual todo ser racional, si actúa moralmente, lo hace de manera que su conducta pueda convertirse en una ley universal, a la que él mismo se somete al mismo tiempo.
Esto es precisamente lo que le permite responder a la pregunta que el mismo Kant se formula: “¿qué es lo que justifica tan altas pretensiones de los sentimientos morales buenos o de la virtud?”.
A su juicio la respuesta se encuentra en la participación del ser racional en la legislación universal.
Una idea similar ha sido formulada por una corriente filosófica contemporánea —la filosofía analítica norteamericana— mediante la paradoja del mejor legislador, quien sería aquél que pudiera ver cambiada su identidad y situación en la de un ser de otra condición, y lo supiera. De acuerdo a ese razonamiento hipotético se trataría del legislador que al día siguiente pudiera amanecer no como empresario, sino como asalariado, no como hombre, sino como mujer, no como perteneciente a una raza o etnia dominante, sino a otra desfavorecida, etc.
La vida humana no tiene precio, tiene dignidad.
Del valor moral de la vida y del respeto de su dignidad se desprende su protección jurídica y la sanción del homicidio por todos los sistemas legales.
Los derechos humanos no han sido creados por el derecho escrito. Este los reconoce y los confirma.
En este sentido los derechos humanos no son una concesión del Estado, éste debe reconocerlos, protegerlos y garantizarlos.
Si esto es así, los derechos humanos tienen una fundamentación ética y constituyen la protección jurídica e institucional de una serie de condiciones para poder vivir una vida digna, vale decir vivir una vida conforme a la idea de que la vida humana es valiosa y como tal debe ser respetada y protegida.
Los derechos humanos en este sentido son algo que el ser humano tiene por su misma condición de tal.
No es otra la concepción de la Declaración Universal de Derechos Humanos, cuando en el primer párrafo de su preámbulo afirma “que la libertad, la justicia y la paz en el mundo tienen por base el reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana”.
El paso de los atributos de la dignidad humana como valores morales a derechos humanos jurídicamente exigibles supone que se cumplan los requisitos a que se refiere el distinguido jurista español Gregorio Peces-Barba cuando afirma lo siguiente: “Las exigencias necesarias para que la filosofía de los derechos humanos se convierta en derecho positivo vi- gente en un país determinado son las siguientes:
1. Que una norma jurídica positiva las reconozca (normalmente con rango constitucional o de ley ordinaria).
2. Que de dicha norma derive la posibilidad para los sujetos de derecho de atribuirse como facultad, como derecho subjetivo, ese derecho fundamental.
3. Que las infracciones de esas normas, y, por lo tanto, el desconocimiento de los derechos subjetivos que derivan de ellas, legitime a los titulares ofendidos para pretender de los tribunales de justicia el restablecimiento de la situación y protección de derechos subjetivos, utilizando si fuere necesario para ello, el aparato coactivo del Estado”
Ahora bien, junto a los derechos humanos consagrados, existen los derechos humanos emergentes. Se trata de aspiraciones a espacios de libertad que aún no han sido reconocidas por la norma positiva. El ejemplo que se suele dar son los derechos de las diversas minorías o de sectores postergados de una sociedad y el camino histórico hacia su reconocimiento pleno en el orden jurídico e institucional.
En este sentido parece difícil negar que existiera un derecho de una mujer de raza negra a permanecer sentada en un transporte público en los Estados Unidos de América y no ceder su asiento a un blanco, aunque el de- recho positivo estableciera en su momento lo contrario.
Se ha afirmado que de la idea de la dignidad del ser humano se desprenden, como consecuencias, las de su libertad e igualdad, valores también protegidos por los derechos humanos.
Conviene recordar que los conceptos de libertad e igualdad también estaban presentes en el artículo primero de la Declaración Universal: “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos...”
Al mismo tiempo voy a poner en correlación la idea de los derechos humanos y el sistema político al afirmar que la legitimidad del sistema político se mide por su capacidad de garantizar la vigencia real de los derechos humanos sin incurrir en discriminaciones negativas.
Esto supone que el sistema político debe garantizar junto al derecho a la vida y la integridad de la persona, la libertad y la igualdad entre todos los seres humanos, entendida ésta última como igualdad de oportunidades y de trato.
El derecho a la vida y la integridad de la persona se ha considerado como garantía del valor seguridad, el valor libertad funda los derechos civiles y políticos y el valor igualdad los derechos económicos, sociales y culturales.
El concepto de libertad ha tenido históricamente dos vertientes, las llamadas en la filosofía política la “libertad de los antiguos” y la “libertad de los modernos”. Esta última, la libertad de los modernos, o libertad negativa, que aparece históricamente afirmada como una garantía básica del Estado liberal en el sentido político, se asimila habitualmente a la no interferencia del Estado en la esfera privada de los individuos, que no están obligados a hacer lo que la ley no manda, ni privados de hacer lo que ella no prohíbe.
La llamada “libertad de los antiguos”, o libertad positiva, es la participación activa en la cosa pública, es la libertad que postula las formas originarias de la democracia y la soberanía popular.
La relación entre ética y derechos humanos se afirma también en la dimensión de las cuestiones que tienen que ver con los derechos de incidencia colectiva y los derechos de los pueblos, derechos que cuando está en peligro la supervivencia de la humanidad, corresponden a la humanidad en su conjunto, en primer lugar el derecho a la paz, el derecho al desarrollo humano y sostenible, el derecho al medio ambiente sano y equilibrado.
Hace veinte años la Comisión sobre las Cuestiones Humanitarias Internacionales decía que a finales del siglo XX, la humanidad se encontraba en una encrucijada. Un camino conduce a la autodestrucción, el otro ofrece la posibilidad de una prosperidad sin precedentes para todos.
A nuestro juicio, decía el informe de la Comisión, nada se logrará si no se pone el bienestar humano en el centro de las políticas nacionales e internacionales y se trata de asumir individual y colectivamente, “el desafío del ser humano”.
Se está en este caso ante el desafío planteado por las cuestiones humanitarias, que requieren a la vez el enfoque ético y de los derechos humanos, ya que una vez más lo que está en juego es el respeto de la dignidad humana en cuanto tal, en sus dimensiones de seguridad, libertad e igualdad.
La Asamblea General de las Naciones Unidas en su momento tomó nota de los trabajos de la Comisión (resolución AG 42/120 de 7 de diciembre de 1987). Existen documentos más recientes sobre estos temas. Sin embargo lo que deseo resaltar para los propósitos de esta reunión es el enfoque de este documento cuando afirma que lo humanitario implica una orientación ética: “una ética de la solidaridad humana”.
Se trata de afirmar un consenso sobre el contenido de un programa para los derechos humanos y el desarrollo humano, sobre la base de valores comunes, a partir de los cuales construir una solidaridad humana. La Comisión consideraba que la base de esa ética de la solidaridad humana estaba cimentada por los derechos humanos, el derecho internacional humanitario, y vinculaba la ética a la acción en todos sus niveles.
Se afirmaba también que el mayor obstáculo a la solidaridad comunitaria fundada sobre un consenso ético es la brecha entre ricos y pobres. Se decía que se asiste a la emergencia de clases sociales transnacionales que han cortado los lazos con otras clases de su propia sociedad. “La brecha psicológica es tal que está cerca de alcanzar un umbral crítico ...Es por lo tanto extremadamente urgente —desde el punto de vista ético y práctico— impedir que esa brecha se profundice aún más, para lo cual se debe re- forzar el sentido de la solidaridad humana”.
La vinculación de la ética, los derechos humanos y los problemas del desarrollo está inspirada en cuestiones de principio. Pero estas cuestiones deben también ser atendidas porque condicionan toda posible búsqueda de equilibrios políticos y sociales a nivel nacional, regional y universal.
Con referencia directa al Estado de derecho y el respeto de los derechos humanos lo afirmaba el preámbulo de la Declaración Universal, cuando consideraba “esencial que los derechos humanos sean protegidos por un régimen de derecho, a fin de que el hombre no se vea compelido al supremo recurso de la rebelión contra la tiranía y la opresión”.
Una vez más para mantenernos en el marco conceptual de esta exposición, recordaré que la relación entre ética, derechos humanos y cuestiones humanitarias, se ha afirmado en el informe antes citado de la Comisión con gran rigor.
Afirmó la Comisión:
“El cuadro conceptual comporta un núcleo ético susceptible de favorecer un nuevo consenso. Las piedras angulares son los valores que, desde tiempos inmemoriales, pertenecen a la conciencia colectiva de la especie humana y han asegurado su supervivencia y su bienestar.
Mencionemos a este respecto:
• El respeto de la vida;
• Los deberes frente a las generaciones futuras;
• La protección del medio ambiente;
• El altruismo concebido a partir de la percepción del interés mutuo y de la dignidad y el valor humanos”.
Se advierte aquí un intento de sintetizar las concepciones del empirismo utilitarista y del jusnaturalismo que afirma la existencia de valores objetivos.
Para concluir mencionaré posiciones de un conocido filósofo alemán contemporáneo, Jür- gen Habermas, que se refieren a las cuestiones rápidamente evocadas en esta breve exposición
Habermas implícitamente considera la dimensión ética irrenunciable de la democracia y la civilización de los derechos humanos y sugiere que es imperioso buscar la unión entre la libertad negativa y la libertad positiva.
Afirma en efecto que el “Estado de derecho constituido democráticamente no sólo garantiza libertades negativas para los miembros de la sociedad preocupados por su propio bien, sino que, al ofrecer libertades comunicativas, moviliza también la participación de los ciudadanos del Estado en el debate público en torno a temas que afectan a toda la colectividad. El “vínculo unificador” perdido es un proceso en el que se discute, en última instancia, la inter- pretación correcta de la Constitución.”
Y añade: “Así, por ejemplo, en las discu- siones actuales en torno a la reforma del Esta- do de bienestar, la política de inmigración, la guerra de Irak y la abolición del servicio militar obligatorio, lo que se juzga no son meramente políticas concretas, sino también, en todos los casos, la interpretación correcta de los princi- pios constitucionales, y, de modo implícito, el modo en que queremos entendernos a noso- tros mismos como ciudadanos de la Repúbli- ca Federal Alemana y como europeos, a la luz de la multiplicidad de nuestras formas de vida culturales y del pluralismo de nuestras ideolo- gías y convicciones religiosas”.
Más adelante afirma: “Piensen ustedes en los discursos político-éticos en torno al ho- locausto y la criminalidad masiva, que han permitido a los ciudadanos de la República Federal ser conscientes del logro que represen- ta la Constitución. El ejemplo de una política de la memoria (algo que hoy en día ya no es excepcional, pues también está presente en otros países) muestra hasta qué punto la propia política puede ser un caldo de cultivo para la formación y renovación de los vínculos del pa- triotismo constitucional.
“Al contrario de lo que sugiere un malentendido muy frecuente el ́patriotismo constitucional ́ significa que los ciudadanos hagan suyos los principios de la Constitución, no sólo en su contenido abstracto, sino en su significado concreto, desde el contexto histórico de su respectiva historia nacional”.
Y sobre la importancia de que los principios se encarnen en las conductas, en la educación y la cultura, sostiene: “El proceso cognitivo no basta para que los contenidos morales de los principios fundamentales se afiancen en las convicciones de los ciudadanos. El razonamiento moral y la coincidencia mundial en la indignación ante las violaciones masivas de los derechos humanos sólo bastarían para fomentar la integración de una sociedad constituida por ciudadanos del mundo (si tal cosa llega a existir algún día).
“Entre los miembros de una comunidad política, la solidaridad, tan abstracta como se quiera, y jurídicamente mediada, sólo puede surgir en el momento en que los principios de justicia encuentran acomodo en el entramado, más denso, de las orientaciones de valor culturales”.
Sin duda la relación entre ética y derechos humanos, uno de los temas más fecundos de la filosofía política contemporánea, está apenas esbozado en estas breves consideraciones.
Muchas gracias por su atención.
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